Después de treinta años de vida democrática, de circulación y de respiración democrática, se hace necesario deslindar el derecho del límite, la libertad de su corrupción, el ejercicio de una potestad individual de su envilecimiento alevoso.
TODOS los derechos tienen límites, todos los derechos son sus límites. Se puede definir cualquier derecho por las lindes asidas a su letra de ley, a su proyección sobre la sociedad y a su temperatura moral. Sucede con nosotros: somos, en esencia, el espacio interior que nos acota, el territorio último al que nunca llegamos. Estos días se está mintiendo mucho y mal a propósito de la libertad de expresión, confundiendo este derecho, esencialmente, con su límite más plástico, más encarnizado y más tangible: el insulto continuo, con su derivación penal hacia el delito de injuria o de calumnia. En España se injuria y se calumnia mucho, y desde el inicio de la democracia se ha primado el derecho a la información y la libertad de expresión sobre el derecho al honor de los particulares, a menudo con injusticia manifiesta, para sacudirnos la resaca de un dictadura en la que la libertad de expresión, y cualquier libertad, era la rosa de todos los patíbulos. Sin embargo, después de treinta años de vida democrática, de circulación y de respiración democrática, se hace necesario deslindar el derecho del límite, la libertad de su corrupción, el ejercicio de una potestad individual de su envilecimiento alevoso.
Porque la libertad de expresión es una cosa, y el delito de injuria otra muy distinta. Porque la libertad de expresión es una cosa, y el delito de calumnia otra todavía más distinta y más grave, y porque el derecho al honor y al buen nombre de cualquier ciudadano es tan necesario como el derecho a expresarnos. Informar, como opinar, no sólo es un derecho: es una obligación, sobre todo en un periodista, pero cualquier obligación ha de llevarse a cabo con rigor. Hay que distinguir esta potestad individual de su envilecimiento corrupto, entre otras cosas, porque envilecimiento corrupto es argumentar que si un informador se dedica a insultar, a injuriar, a abofetear públicamente la dignidad de un hombre, de cualquier hombre, su buena fama y su nombre, lo hace en virtud de la libertad de expresión, de la libertad de información o de la libertad de prensa. Esto es mentira, pero es una mentira muy extendida y, lo que es peor, es una mentira que funciona, porque está amparada -malvadamente amparada, torticeramente amparada- en un derecho comúnmente aceptado, que forma parte alzada de nuestro patrimonio ciudadano, como es la dimensión, verbal o escrita, pero en todo caso libre, de cualquier opinión.
Y en España hay libertad de opinión, pero no libertad de insulto, porque la libertad de expresión acaba donde empieza el derecho al honor de cualquier ciudadano: y es precisamente esa terminación, ese acotamiento, esa frontera, lo que engrandece y amplia, lo que da volumen justo a la libertad de expresión. La libertad de expresión, en suma, es ese límite: no tener libertad para el insulto.
Escrito por Joaquín Pérez Azaústre
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